17 septiembre 2007 - Buenos
Aires, Argentina — En el pasado mes de agosto
el Gobierno Nacional, a través de sus
principales representantes, asistió
a una nueva “inauguración” y relanzamiento
de un plan de obras e inversiones en la nunca
finalizada central atómica de Atucha
II. Un acto recurrente, repetido por todas
las administraciones nacionales desde 1984
hasta hoy.
Desde entonces, cada nuevo
gobierno hizo, a su modo, sus propias promesas
al tiempo que se disponían nuevos gastos
en el sector, otorgándole a Atucha
II y al sector nuclear, una condición
de actividad “estratégica” de Estado
que, sin más argumentos que este, convalida
cualquier decisión e inhibe todo tipo
de debate. Como sociedad podemos discutir,
y así se lo hace, desde las condiciones
de funcionamiento de una refinería
de petróleo a una planta de celulosa
o la construcción de un gasoducto.
Ahora, pretender discutir
la racionalidad de continuar con Atucha II
supone la difícil tarea de perforar
un blindaje conformado por conceptos tales
como “proyecto emblemático”, “sensible
y de carácter estratégico” y
otros similares. Esta asociación de
Atucha II con una cuestión de alta
sensibilidad en materia política y
estratégica ha prendido en la inmensa
mayoría de la dirigencia política
nacional.
Lo nuclear, lamentablemente,
sigue generando una dosis de fascinación
en la dirigencia política que permite
adoptar las decisiones más disparatadas
en términos económicos, energéticos
y ambientales. Esta historia arranca casi
30 años atrás. La decisión
de construir Atucha II, la tercera planta
atómica de la Argentina, fue adoptada
durante la dictadura militar en los últimos
años de la década del ’70, como
parte de un plan de desarrollo atómico
que hoy ya no existe. Cuando el Presidente
Néstor Kirchner presentó a comienzos
de 2004 su plan energético, Greenpeace
señaló que debía tenerse
en cuenta que la decisión de construir
Atucha II fue adoptada dentro de otro marco
político, señalando en ese entonces
lo “notablemente diferente del contexto energético
y tecnológico a más de dos décadas
de diferencia”.
Precisamente ese diferente
contexto tecnológico es lo que de manera
elocuente fue señalado en el artículo
publicado por el diario Perfil el 2/9/07,
donde se indica que el diseño de Atucha
II es absolutamente impropio en la era post-Chernobyl,
etapa en que la revisión de diseños
y mejoramiento de los sistemas de seguridad
tuvieron una enorme inversión y desarrollo.
Según el artículo, especialistas
del sector, admitieron que Atucha II tiene
dificultades de diseño en materia de
seguridad ya que no asume la experiencia dejada
por el accidente de Chernobyl en 1986.
Los contratos para la construcción
de Atucha II fueron firmados en mayo de 1980
y ratificados por la Junta Militar en julio
de ese año. Las obras comenzaron en
marzo de 1981 y alcanzaron casi su estado
actual de avance durante los años 1982
y 1983. La decisión de construir Atucha
II fue claramente parte de un programa nuclear
cuyo objetivo central era político
y militarista, no un programa energético.
Cuando acaba el gobierno militar, a finales
de 1983, comienzan los problemas para continuar
esta obra.
La propia decisión
tecnológica para Atucha se fundamentó
en razones de estrategia de negocios de la
dictadura militar, eso motivó la elección
de la Siemens KWU para construir un reactor,
cuya única experiencia en Alemania
había sido un prototipo de 57 MW que
funcionó desde 1966 hasta 1984 y en
Atucha I. Esa línea tecnológica
fue desarrollada por Siemens y utilizada comercialmente
por Argentina únicamente.
Para complicar las cosas,
Siemens, el diseñador original del
proyecto, abandonó el negocio nuclear
hace años y ahora no existe un proveedor
que pueda hacerse cargo de su finalización.
Quienes acordaron con el Gobierno hacerse
cargo de ese complejo paquete es la canadiense
AECL, que no tiene experiencia alguna en reactores
como Atucha II, pero lo hará porque
ya negoció la venta de un par de nuevos
reactores canadienses al Gobierno Nacional.
Atucha II ha significado
un inmenso agujero por el que se han ido miles
de millones de dólares, y lo seguirá
siendo mientras siga vigente esta anacrónica
fascinación por lo nuclear. Las estimaciones
de los gastos en la inconclusa obra rondan
los 4.000 millones de dólares. Además
todos estos años de parálisis
han implicado un costoso sistema de mantenimiento
que totaliza unos 25 millones de dólares
anuales. Si se quiere finalizar la obra, para
empezar hay que colocar otros 700 millones
de dólares, bastante más de
los 430 millones anunciados en el 2004.
Y las cifras no pararán
de crecer, si sumamos las inversiones en el
mantenimiento del ciclo del combustible nuclear
(desde minería hasta la gestión
de los residuos radiactivos) contabilizar
todas esas actividades mostraría el
tamaño del disparate económico
del que estamos hablando.
Los gastos de Atucha II
formaron parte de una serie de desmesuras
cometidas dentro del denominado Plan Nuclear
Argentino durante la dictadura militar y que
produjeron que a fines de 1983 la deuda externa
contraída por la CNEA representase
el 13% de endeudamiento del país.
Concluir el proyecto significa
aumentar ese desatino y asumir un temerario
riesgo tecnológico al no contar siquiera
con los proveedores originales. El costo de
cada kilovatio instalado rondará la
cifra de 6.000 dólares, una de las
centrales eléctricas más caras
del planeta. Si se lo compara con otras opciones
convencionales o con iniciativas energéticas
renovables y limpias, como la energía
eólica, las comparaciones muestran
la magnitud del error.
También se ha dicho
que finalizar la planta es más barato
que cerrarla. No es verdad, los costos de
cerrar el proyecto fueron sobrestimados por
la CNEA para alcanzar una cifra similar a
su terminación y así forzar
la continuidad de las obras, pero terminar
Atucha II sale por lo menos unas 20 veces
más que cerrar el proyecto.
Atucha II es un proyecto
equivocado, de alto riesgo, caro, tecnológicamente
obsoleto, un pesado legado de la dictadura
militar. Querer reflotar este proyecto a raíz
de la crisis energética es un error,
hay modos mucho más eficaces de encarar
la crisis y de invertir el dinero del Estado.
Es preciso hacer un giro en las inversiones.
No podemos seguir subsidiando tecnologías
peligrosas y con escaso futuro mientras que
las energías renovables no poseen ningún
tipo de apoyo. Aún el reciclado de
la obra eléctrica y civil de Atucha
II para convertirla a gas, hubiera resultado
un modo más eficaz y rápido
de tener energía de un modo más
barato que las plantas térmicas que
hoy se están construyendo.
Si prevaleciera el criterio
de producir energía del modo más
eficiente, más limpio y con mayor potencial
a futuro, no deberíamos distraer un
solo centavo más en la vía nuclear.
Juan Carlos Villalonga - Director Político
Greenpeace Argentina